• Libro de los márgenes I. Eso sigue su curso. (Arena libros, 2004)- Edmond Jabès
  • Paul Auster: La invención de la soledad. Ed. Anagrama, 1994
  • Roland Barthes: Fragmentos de un discurso amoroso (Siglo XXI Editores)
  • Los Enamorados. Alfred Hayes. La Bestia Equilátera, 2010
  • Isak Dinesen. Anécdotas del destino. Ediciones Alfaguara, 1983. Traducción: Francisco Torres Oliver
  • El odio a la música. Pascal Quignard. El cuenco de plata, 2012
  • Ayer, Agota Kristof  Trad. Ana Herrera Ferrer. El Aleph, Barcelona, 2009.
  • Julio Cortázar: Salvo el crepúsculo. Editorial Nueva imagen, 1987
  • Cuentos reunidos. Isak Dinesen. Ed. Alfaguara, 2011

12 may 2013

Marina Tsvietáieva: Ensayos. (fragmento de : El arte de la luz de la conciencia)

"La verdad de los poetas


Así es también la verdad de los poetas; la más insuperable, la más inalcanzable, la más gratuita y convincente. Una verdad que habita entre nosotros sólo en el primer momento en que la percibimos (¿qué fue eso?) y permanece entre nosotros únicamente como la huella de una luz o como una pérdida (¿acaso fue verdaderamente?). Una verdad irresponsable y sin consecuencias; una verdad a la que ¡por Dios! - no hay que intentar seguir, ya que ni siquiera para los poetas tiene retorno. (La verdad de los poetas es un sendero en el que las huellas se cubren de vegetación. No habría huellas, ni siquiera para él, si él pudiera ir detrás de sí mismo). No sabe qué es lo que va a decir, y a menudo tampoco sabe lo que está diciendo. No lo sabe hasta que lo ha dicho, y nada más lo ha dicho, lo olvida al instante. No es una de las innumerables verdades, sino uno de los innumerables aspectos, que se destruyen mutuamente cuando se confrontan. Diversos aspectos de la verdad que se dan sólo una vez. Simplemente - una inyección en el corazón de la Eternidad. El medio: la confrontación de las dos palabras más simples, que se colocan una al lado de la otra justamente de este modo. A veces - ¡separadas por un único guión!"

Marina Tsvietáieva
(Rusia, 1892-1941)


Tsvietáieva, Marina: Ensayos. Ellago Ediciones, España, 1º edic. noviembre 2012, págs. 110-111.

Edición a cargo de Francisco Villegas Belmonte.
Traducción: Reyes García Burdeus.


10 may 2013

Raymond Carver: El don de la ternura


El don de la ternura Raymond Carver

Tarde en la noche comenzó a nevar.
Los copos húmedos caían
más allá del cristal de las ventanas,
surcando el aire frío
ocultaban el resplandor de la ciudad.
Observamos un rato la tormenta
sorprendidos, felices, satisfechos
de estar allí y no en otro sitio.
Puse un leño en el hogar,
me pediste que regulara
el tiro de la chimenea.
Nos metimos en la cama.
Cerré mis ojos, de inmediato,
pero
por razones que desconozco
antes de dormirme
el aeropuerto de Buenos Aires
atravesó mi memoria.
Recordé esa tarde,
la temprana oscuridad, las sombras.
Reconstruí la escena:
volvió a mí ese paisaje desolado
donde flotaba un silencio sepulcral
interrumpido únicamente por el rugido
de las turbinas del avión que carreteaba
lentamente bajo una lluvia de granizo,
tan fin que lo confundimos con nieve.
En las ventanas de los edificios no había luz.
Un lugar realmente solitario.
Sólo pasillos abandonados, hangares vacíos.
No vimos una sola persona.
“Es como si todo estuviera de luto”,
fue tu comentario.

Abrí mis ojos.
El ritmo de tu respiración
me dijo que estabas profundamente dormida.
Te cubrí el cuerpo con uno de mis brazos.
Mis evocaciones
me trasladaron de la Argentina
a un departamento en el que pasé
un tiempo de mi vida, en Palo Alto.
No nieva en esa ciudad,
pero el departamento disponía
de un ventanal amplio desde donde
podríamos haber mirado por horas
la autopista que rodea la bahía.
La heladera estaba al lado de la cama.
Las noches calurosas, sofocantes,
cuando me despertaba con la garganta seca
sólo tenía que estirar el brazo,
abrir la puerta y dejarme guiar
por la luz interior
hasta el botellón con agua refrescante.
En el baño un pequeño calentador eléctrico
descansaba cerca del lavatorio.
Todas las mañanas mientras me afeitaba
calentaba agua en una vieja sartén,
el frasco de café instantáneo,
siempre a mano, en el botiquín.

Una mañana me senté en la cama
vestido, recién afeitado,
bebiendo sorbos de café caliente
intentando olvidar planes,
proyectos, todas esas cosas
que había decidido realizar.
Finalmente disqué el número
de Jim Houston que vive en Santa Cruz,
le pedí prestados 75 dólares.
Me contestó que estaba sin fondos.
Su mujer estaba en México por unos días.
Él ya no tenía dinero
no llegaba a fin de semana.
“Está bien,” le dije. “Te entiendo.”
Y así era,
no necesité explicaciones.
Hablamos un poco más y cortamos.
Terminé el café cuando el avión
comenzaba a elevarse
y yo desde la ventanilla miraba
por última vez las luces de Buenos Aires.
Después cerré los ojos
iniciando el largo regreso.

Esta mañana hay nieve por todos lados.
Hablamos sobre la tormenta.
Me comentás que no dormiste bien.
Te digo que yo tampoco.
Tuviste una noche terrible. “Yo también.”
Estamos tranquilos el uno con el otro,
nos asistimos tiernamente
como si comprendiéramos nuestro estado de ánimo,
las mutuas inseguridades.
Creemos adivinar los sentimientos del otro,
no podemos, por supuesto, nunca podremos.
No tiene importancia.
En realidad es la ternura la que me interesa.
Ese es el don que me conmueve, que me sostiene,
esta mañana, igual que todas las mañanas.


Raymond Carver
(EE.UU 1939-1988)
Poema perteneciente a Fires: recopilación de poemas, ensayos, cuentos.
Traducción: Esteban Moore
Extraído de Revista Zona Erógena, Pub. Universitaria.

Invierno’91. Nº 6


Otros enlaces sobre Carver en: El poder de la palabraMaruska, sobre su poesía

7 may 2013

El sueño (texto propio)

El sueño

Van Gogh - La habitación en Arles
“Durante mucho tiempo no tengo vestidos propios. Mis vestidos son una especie de saco, están hechos con viejos vestidos de mi madre que son a su vez una especie de sacos.”
Marguerite Duras

Silencio. Antes y después, silencio. Un silencio nuevo y extraño a partir de esa imagen. Imagen coagulada en los ojos de esa niña, pegada a la piel durante varias décadas.
Y en el medio, un grito. Algo, interrumpe el sueño y atraviesa la realidad cotidiana incrustándose como un parásito en el dormir. Otro grito y la sensación adormecida, que ese ruido lejano la llamaba a ella.
Abrir los ojos y escuchar. Un fragmento de sonido toma su nombre, en la voz desesperada. La ensoñación persiste todavía, cuando el llamado inundaba los oídos y el cuerpo se levanta de la cama, sin poder creer que su hermana menor continúe durmiendo.
Los ojos no se acostumbran a la oscuridad; los objetos están sumergidos en la penumbra y sin embargo, el camino de su habitación a la de sus padres, podría hacerlo hasta sonámbula. Y los pasos crecen, aumentan, al distinguir en la tenue luz de la noche que atraviesa las ventanas del comedor, la ubicación de los muebles.
Sus piernas no entienden dónde van. Dónde se origina el grito de su padre, dónde la lleva. De hecho pareciera que él no está, que se hubiera disuelto entre la puerta de calle y el jardín.
Y ella, en la víspera del décimo cumpleaños de su hermana, llega a la entrada de la habitación de los padres. Está ahí desdoblada: parada, desvanecida, muda. La mirada de doce años no comprende qué ocurre con su madre y con ella. Ni siquiera si eso es cierto. Todo lo que ve, es la imagen que opaca su entorno.
Después, sólo queda el aturdimiento: unos brazos que la sacan del marco y la dejan a un costado; la aparición de una vecina que toma un abrigo, envuelve a su madre y se la lleva, una distinta de aquella que un momento atrás, no recuerda si estaba despierta, levantada o acostada. Su padre que regresa, se acerca para darle un beso, apaga la luz y escucha que dice: ─No te preocupes… va a estar bien… Andá a dormir y cuidá a tu hermana. ─ y vuelve a desdibujarse de la escena. El golpe lejano de una puerta que se cierra, el sonido de unas llaves y nada más.
Ya no hay luces ni reflejos, sólo el silencio invadiéndola, allí, parada, mirando el lugar por donde desaparecieron.
Una quietud desolada ocupa la casa. Desanda sin entender el camino hasta su cuarto. Se acuesta en su cama sin taparse. El cuerpo no siente el frío de esos días de otoño. Duerme rápidamente. Todavía atontada, retorna al interior del sueño abandonado: la llegada con su familia al pequeño pueblo donde vivían sus abuelos maternos; el reencuentro con primos y tíos, luego de un año de distancias. La sensación del viento al andar a caballo, al galope, disfrutando con otros chicos esa inmensidad alcanzada en medio del campo. Y después el almuerzo, lleno de anécdotas, risas, peleas, juegos... La fuerza del sol y del calor sofocante de cada verano... Cuando su hermana tironea una y otra vez de su remera y la mañana destemplada irrumpe, agrieta sus ojos.

Susana Espíndola
Diciembre de 2012